Chinkultic, 2008
Hermann Bellinghausen
Las noticias no son metáforas, aunque a veces sirven como tales. Los hechos represivos de Chinkultic y el ejido Miguel Hidalgo, en La Trinitaria, Chiapas, el pasado 3 de octubre, se deben una vez más a la respuesta de los pueblos contra el enajenamiento de sus tierras y sus derechos territoriales. Y una vez más, el motor de la agresión criminal de la fuerza pública es el turismo (y cierta “soberanía” de las instituciones): protegerlo, propiciarlo, monopolizarlo para los poderes políticos y económicos.
La gente, los pobladores, no se han dejado tan fácilmente. Su futuro no puede decidirse en las mesas de los arquitectos, las proyecciones de los inversionistas ni los planes gubernamentales impulsados por el Banco Mundial o sus equivalentes que, impuestos a los pueblos en nombre del “desarrollo”, pretenden arrasar la vida de dichos pueblos.
Chinkultic, la ciudad maya del periodo clásico (años 600 a 900) que duró hasta entrado el posclásico (hacia 1200), a diferencia del resto de ciudades antiguas de la región que se colapsaron antes del primer milenio. Ahora, abandonada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, su administrador oficial, quedaba en la doble condición de recurso abandonado y potencial proyecto “detonante”.
La gente se organizó, en los márgenes si se quiere. No se trata de una organización política en particular, sino de un ejido más bien oficialista. Sus representantes estaban negociando con el gobierno estatal. La policía los atacó masiva y criminalmente, pues un mes atrás osaron tomar la caseta de peaje al acceso de las ruinas y usufructuarla en beneficio de la comunidad. Y se propusieron dar mejor cuidado a la semiexplorada zona arqueológica, vecina a los lagos de Montebello y sitio del hermoso Cenote Azul, que se puede contemplar de lo alto de la pirámide principal.
No es (¿o sí?) un caso como Atenco. Tampoco Bolon Ajaw o San Sebastián Bachajón, en Chiapas, donde el conflicto “turístico” por las cascadas de Agua Azul ha movilizado a los pobladores en tiempos recientes, y los ha confrontado por acción oficial y con la fuerza pública.
Algo parecido ocurre en las mismas lagunas de Montebello, no lejos de la frontera con Guatemala. Los pueblos y ejidos ocuparon los “atractivos turísticos” donde ellos viven. Y las autoridades los demandaron por “despojo”.
Chiapas no es Quintana Roo. No pueden llegar los planes, los buldózer y los hoteles así como así. Pudieron en Cancún (esa especie de Las Vegas caribeño), y como son imparables ya van sobre Tulum, otra “ruina”. No es igual para los pueblos tzeltales, choles o tojolabales, que ancestralmente viven en las tierras mayas, y son campesinos allí, tiene derechos, tienen razón y tienen, si algo, lo que pisan las plantas de sus pies.
Seis campesinos asesinados, tres con tiro de gracia, por policías federales y estatales. Quisieron quitarlos de ahí, los gasearon, golpearon, vejaron y balearon. Y además, no pudieron quitarlos. Eso significa algo.
La gente, los pobladores, no se han dejado tan fácilmente. Su futuro no puede decidirse en las mesas de los arquitectos, las proyecciones de los inversionistas ni los planes gubernamentales impulsados por el Banco Mundial o sus equivalentes que, impuestos a los pueblos en nombre del “desarrollo”, pretenden arrasar la vida de dichos pueblos.
Chinkultic, la ciudad maya del periodo clásico (años 600 a 900) que duró hasta entrado el posclásico (hacia 1200), a diferencia del resto de ciudades antiguas de la región que se colapsaron antes del primer milenio. Ahora, abandonada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, su administrador oficial, quedaba en la doble condición de recurso abandonado y potencial proyecto “detonante”.
La gente se organizó, en los márgenes si se quiere. No se trata de una organización política en particular, sino de un ejido más bien oficialista. Sus representantes estaban negociando con el gobierno estatal. La policía los atacó masiva y criminalmente, pues un mes atrás osaron tomar la caseta de peaje al acceso de las ruinas y usufructuarla en beneficio de la comunidad. Y se propusieron dar mejor cuidado a la semiexplorada zona arqueológica, vecina a los lagos de Montebello y sitio del hermoso Cenote Azul, que se puede contemplar de lo alto de la pirámide principal.
No es (¿o sí?) un caso como Atenco. Tampoco Bolon Ajaw o San Sebastián Bachajón, en Chiapas, donde el conflicto “turístico” por las cascadas de Agua Azul ha movilizado a los pobladores en tiempos recientes, y los ha confrontado por acción oficial y con la fuerza pública.
Algo parecido ocurre en las mismas lagunas de Montebello, no lejos de la frontera con Guatemala. Los pueblos y ejidos ocuparon los “atractivos turísticos” donde ellos viven. Y las autoridades los demandaron por “despojo”.
Chiapas no es Quintana Roo. No pueden llegar los planes, los buldózer y los hoteles así como así. Pudieron en Cancún (esa especie de Las Vegas caribeño), y como son imparables ya van sobre Tulum, otra “ruina”. No es igual para los pueblos tzeltales, choles o tojolabales, que ancestralmente viven en las tierras mayas, y son campesinos allí, tiene derechos, tienen razón y tienen, si algo, lo que pisan las plantas de sus pies.
Seis campesinos asesinados, tres con tiro de gracia, por policías federales y estatales. Quisieron quitarlos de ahí, los gasearon, golpearon, vejaron y balearon. Y además, no pudieron quitarlos. Eso significa algo.
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